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El Rondador Nocturno

Relatos

El misterioso señor Curare

Del silencio voraz que todo lo envolvía, surgió una sombra que poco a poco fue encarnándose, hasta convertirse en la extraña figura del señor Curare. Curare era un ser de apariencia exótica, alto, delgado, con unas facciones cortantes, al igual que su mirada; su tez, oscura, contradecía a sus ojos, de un azul brillante y frío a la vez; las manos, arrugadas y gastadas, eran unos apéndices inquietos con vida independiente, mas nunca falta de una rara armonía de movimientos con el resto de su fibroso y huesudo cuerpo. En general, era la típica persona en la que todos se fijan y a la que nadie se atreve a mirar directamente. Curare robaba la calma a muchos de los que se cruzaban en su camino, inconscientemente, eso sí, porque él en pocas ocasiones se percataba de la existencia del resto de mortales que pululaban a su alrededor. Su mundo interior le secuestraba de la realidad demasiado a menudo. De hecho, resultaba muy común que sus ojos se clavaran en el más lejano horizonte mientras uno de sus curiosos dedos recorría su arrugada y amplia frente hasta posarse en la coronilla, después de pasar brevemente por el oasis de cabello que aún se mantenía victorioso en aquel futuro desierto de piel morena. El señor Curare no obedecía a las clásicas convenciones en cuanto al saber estar y a lo políticamente correcto. Era un alma libre y austera, cuyos actos corrían en paralelo (también, en ocasiones, en perpendicular) al del resto de sus convecinos. Esto, que pudiera pasar desapercibido en una gran ciudad, donde los comportamientos más extraños se confunden dentro de la marea de seres diversos e individuales, en un pequeño pueblo -, por no llamarlo directamente aldea,- se convertía en un foco constante de cuchicheos y comentarios, no siempre bienintencionados. Pero a Curare le resbalaba, como el aceite sobre el tomate que devoraba cada mañana, toda esta hipocresía. A él ni siquiera se le pasaba por la mente tomar en consideración, ni por un segundo, estas actitudes. Su vida, en apariencia gris y monótona, era en realidad un cúmulo de aventuras; la intensidad con la que vivía todo lo que le atraía o interesaba, convertían cualquier pequeño detalle o vivencia en el más memorable acontecimiento que ningún pueblerino pudiera haber protagonizado jamás. Curare soñaba, soñaba con las más apasionantes historias que se hubieran contado nunca; él tampoco las contaba. Decía que formaban parte de un secreto, algo que sólo se revelaba, digamos, por mimetismo. Explicación curiosa que, de vez en cuando, muy de vez en cuando, daba a su gran y único amigo, Rábajo. 


Rábajo merece atención aparte, sin duda. Un tunante de su calaña no puede ser objeto de nada menos. Su trabajo, ocupación o como quiera que pueda llamarse a lo que llenaba sus horas, ya hablaba muy a las claras de la esencia de este personaje. Se dedicaba a la observación. En otros lugares y otros seres lo denominarían, seguramente con más acierto, curiosear, pero él, metafórico hasta en su fisonomía, lo llamaba así; incluso se atrevía a elevar a sus quehaceres pseudodetectivescos a la categoría de arte. Y quién sabe si no le era en realidad. La cuestión es que Rábajo poseía un amplio historial de todos los habitantes del pequeño pueblo que hacía las veces de hogar a los habitantes de esos extraños pero acogedores parajes. Por lo demás, su vida era de lo más tranquila, por lo menos en apariencia.


Ambos, Curare y Rábajo, sabían que algo había cambiado. No podrían decir a ciencia cierta si era la atmósfera, el pueblo o los propios vecinos, pero eran conscientes de que algo iba a suceder.