Blogia

El Rondador Nocturno

Puedes hacer varias cosas con esta luna...

Puedes hacer varias cosas con esta luna


contemplar su plenitud desde fotografías veladas


palpar sus rugosidades con manos de niño nuevo

 

medir su diámetro palmo a palmo


atravesarla con una mirada interrogante

y acariciar su lado más oscuro

 

alumbrarla con la oscuridad de tus deseos

 

agarrar sus esquinas con palabras que la definan

desde cero

 

moverla con una polea anclada en el mar

 

consolarla en las noches en blanco

 

cortar rajas de melón con su filo menguante

 

retozar con ella a la luz de mi amante

 

lo que no puedes hacer es darle protección solar.

Mapas

No importa el camino que me lleve

siempre que me devuelva

a la senda que te trajo.

Desde ahí,

provisto de tiempo,

cargado de andanzas,

llegaré.

El norte,

¿dónde está el norte?;

Busco el sur en los viejos mapas

y desespero. 

Más lejos aún

Que lejos están todos
de la respuesta.
Hablan de amores,
cuando el amor
no tiene plural,
cuando sólo es uno,
eternamente indivisible.
Recogen los desperdicios
que una vez
ellos mismos tiraron,
creyendo inservible
el material encarnizado
del que estaban hechos.
Luchan -,como yo lo hago,-
por comprender que
nada es ajeno,
que todo está dentro,
perennemente.
Se autoinmolan,
se creen mártires,
predican en el desierto
de su inconsciencia,
gritando su error,
alabando su codicia,
que es la de todos.
Y qué más dará
que la respuesta
esté ante sus ojos,
cerrados antes ya
del postrer suspiro.
La locura,
necesario estigma de
la lucidez extrema,
fluye en pocos corazones
henchidos, eso si, de amor;
irrefutable prueba de
la paradoja
que nos aturde.

El misterioso señor Curare

Del silencio voraz que todo lo envolvía, surgió una sombra que poco a poco fue encarnándose, hasta convertirse en la extraña figura del señor Curare. Curare era un ser de apariencia exótica, alto, delgado, con unas facciones cortantes, al igual que su mirada; su tez, oscura, contradecía a sus ojos, de un azul brillante y frío a la vez; las manos, arrugadas y gastadas, eran unos apéndices inquietos con vida independiente, mas nunca falta de una rara armonía de movimientos con el resto de su fibroso y huesudo cuerpo. En general, era la típica persona en la que todos se fijan y a la que nadie se atreve a mirar directamente. Curare robaba la calma a muchos de los que se cruzaban en su camino, inconscientemente, eso sí, porque él en pocas ocasiones se percataba de la existencia del resto de mortales que pululaban a su alrededor. Su mundo interior le secuestraba de la realidad demasiado a menudo. De hecho, resultaba muy común que sus ojos se clavaran en el más lejano horizonte mientras uno de sus curiosos dedos recorría su arrugada y amplia frente hasta posarse en la coronilla, después de pasar brevemente por el oasis de cabello que aún se mantenía victorioso en aquel futuro desierto de piel morena. El señor Curare no obedecía a las clásicas convenciones en cuanto al saber estar y a lo políticamente correcto. Era un alma libre y austera, cuyos actos corrían en paralelo (también, en ocasiones, en perpendicular) al del resto de sus convecinos. Esto, que pudiera pasar desapercibido en una gran ciudad, donde los comportamientos más extraños se confunden dentro de la marea de seres diversos e individuales, en un pequeño pueblo -, por no llamarlo directamente aldea,- se convertía en un foco constante de cuchicheos y comentarios, no siempre bienintencionados. Pero a Curare le resbalaba, como el aceite sobre el tomate que devoraba cada mañana, toda esta hipocresía. A él ni siquiera se le pasaba por la mente tomar en consideración, ni por un segundo, estas actitudes. Su vida, en apariencia gris y monótona, era en realidad un cúmulo de aventuras; la intensidad con la que vivía todo lo que le atraía o interesaba, convertían cualquier pequeño detalle o vivencia en el más memorable acontecimiento que ningún pueblerino pudiera haber protagonizado jamás. Curare soñaba, soñaba con las más apasionantes historias que se hubieran contado nunca; él tampoco las contaba. Decía que formaban parte de un secreto, algo que sólo se revelaba, digamos, por mimetismo. Explicación curiosa que, de vez en cuando, muy de vez en cuando, daba a su gran y único amigo, Rábajo. 


Rábajo merece atención aparte, sin duda. Un tunante de su calaña no puede ser objeto de nada menos. Su trabajo, ocupación o como quiera que pueda llamarse a lo que llenaba sus horas, ya hablaba muy a las claras de la esencia de este personaje. Se dedicaba a la observación. En otros lugares y otros seres lo denominarían, seguramente con más acierto, curiosear, pero él, metafórico hasta en su fisonomía, lo llamaba así; incluso se atrevía a elevar a sus quehaceres pseudodetectivescos a la categoría de arte. Y quién sabe si no le era en realidad. La cuestión es que Rábajo poseía un amplio historial de todos los habitantes del pequeño pueblo que hacía las veces de hogar a los habitantes de esos extraños pero acogedores parajes. Por lo demás, su vida era de lo más tranquila, por lo menos en apariencia.


Ambos, Curare y Rábajo, sabían que algo había cambiado. No podrían decir a ciencia cierta si era la atmósfera, el pueblo o los propios vecinos, pero eran conscientes de que algo iba a suceder.


Lejos

Lejos, muy lejos

En los arrabales de la esperanza

Donde el dolor no es más

Que la perdida huella

De un sueño negro.

 

Muy lejos

Allá donde las rocas

Frenan el impetú

De un mar

Que muere de fe.

 

Las lágrimas huyen

Descarriadas

Por los senderos

Ebrios de musgo

Vivo.

 

Un sonido se escucha...

 

Allá, allá a lo lejos...

 

Una voz, un susurro,

O un grito que muere

Antes de nacer,

Ahogado,

exhausto.

 

Nada hay ya a lo lejos.

Todo se queda aquí.

Indolencia temeraria

La indolencia por fin me ha sometido.

Al comienzo me resistí;

luego me acompañaba;

Y ahora está dentro de mí.


La indolencia se parecía a

Sus cabellos rubios, a su

Piel alegre, a sus labios ciegos.

Y me engañó. Penetró

Por donde llega la dicha

Y el dolor,

La sangre y la muerte,

Esa muerte obsoleta.


Yo, que hubiera cometido

el Más necio de los delitos

Por ser preso de sus brazos.

Yo, que quise armar mi cuerpo

Con su cuerpo

Para defenderme de la soledad,

He encontrado una soledad más grande:

La suya,

La de su indolencia,

Mi indolencia.